Hace unos meses una familia huía de su país, El Salvador, una bella y rica tierra ubicada en Centroamérica que, sin embargo, sufre, de manera endémica la lacra de la violencia: que si una dictadura, que si la Guerra Civil, que si las bandas juveniles…
No les iba mal allá, no les faltaba el trabajo, que les daba lo suficiente como para vivir, pero a la tercera amenaza seria de muerte creyeron que era el momento de huir. Pensaron en reunirse con la familia que vivía en Estados Unidos, pero las noticias sobre un presidente loco, que despreciaba a los latinos, les hizo pensar que España sería mejor destino y seguramente no se equivocaron. Tuvieron cierta suerte, consiguieron reunir plata suficiente para el viaje en avión, acogerse a un programa de ayuda a refugiados, lo que, entre otras cosas, les permitía tener permiso de residencia mucho más rápido de lo habitual en Europa. Su destino definitivo fue una pequeña ciudad al suroeste de la Península Ibérica y aquí llegaron, a nuestra Huelva.
Pero recién llegaron, con todas las ilusiones y los miedos propios del que llega a un lugar nuevo, deseoso y temeroso de explorarlo, deseoso y temeroso de conocer a gentes nuevas…, se decretó un confinamiento que los encerró por meses en una casa que compartían con otra familia refugiada en Europa.
Cuando el miedo a ser asesinados al cruzar la esquina había empezado a desaparecer de sus pesadillas, el miedo a la mayor pandemia en más de cien años empezó a extenderse por todas las calles y les pillaba en un territorio totalmente desconocido para ellos. Todo el mundo se vio obligado a confinarse en sus casas, pero sentían que aquella en la que vivían no era su casa. Todo el mundo se vio obligado a adaptarse a unas circunstancias extrañas y ahí ellos sí que llevaban ventaja, porque ya hacía un tiempo que para ellos todo era extraño y porque, por muy precarias que fueran las circunstancias, sabían que en el lugar del que venían la cosa era peor, aquí la gente no podía elegir y se tenía que quedar en casa, pero al menos tenían algo que les permitía sobrevivir, en su país la cosa era elegir entre dos cosas que no deben faltar nunca: comida y salud. La pandemia planteaba aquí una incertidumbre que va ya para meses, en su país la violencia y las desigualdades van ya para siglos.
Cuando la familia que protagoniza esta historia salía de su país, andábamos nosotros revisando nuestros primeros cinco años de andadura, planteándonos cómo queríamos que fueran los siguientes cinco, sin tener la más remota idea de la que se nos venía encima, creyendo que el mayor peligro a abordar sería que tendríamos que enfrentarnos a algún que otro gigante empresarial en alguna licitación y sin tener la más remota idea de que el mayor de los peligros que se nos venía encima era un minúsculo bichito. Como le paśo a todo el mundo, vaya. Pero, aunque en esos planes ya recogíamos la intención de seguir siendo un espacio de acogida, de que nuestro colectivo también creciera en número de compañeras y compañeros, tampoco teníamos la más remota idea de que a miles de kilómetros acababa de empezar un largo viaje una familia que pronto empezaría a ser parte de nuestras vidas y a aportarnos muchas cosas buenas, como la posibilidad de probar esas famosas pupusas salvadoreñas.
Nota: Escribimos todo esto en mitad de una interesante vorágine de la que podíamos contar muchas cosas, como que nos han entrado a robar en la nave. Un buen susto que nos dimos. Nos han roto el techo y se han llevado la caja registradora con la friolera de 41,31€. Nos ha costado más el destrozo que lo que se han llevado, aunque, como siempre dice Jesús, «sale más barato comprarnos algo que robarnos». Aprovechamos para mandar ese mensaje: no nos robéis, es mejor pedirnos lo que sea, o comprarnoslo, en serio, os va a salir más barato, porque el que haya entrado a robarnos se ha tenido que llevar un disgusto muy grande, después de haberse jugado la vida para entrar en la nave, haber rebuscado todo y haberse encontrado con eso míseros euros. No compensa.
No nos ha venido mal del todo, porque hemos aprovechado para sustituir la placa opaca que rompieron por una traslucida y ahora tenemos mucha más luz en la nave.
Tambien hemos acelerado el ritmo de actividad de intenso a frenético: el CPR en funcionamiento con el convenio con B/S/H ya en marcha (un día os contamos más de esto), el servicio de recogida de RAEE a los Puntos Limpios (otro día os contamos sobre esto otro), andamos buscando otra vez financiación, que entre retrasos burocráticos y pandemia la tesorería se nos ha quedado temblando (sobre esto mejor no contamos más, que de penas ya está la cosa bien), seguimos negociando contratos, hemos solicitado como quince subvenciones, que una ayudita para sacar adelante todo esto no viene nada mal, a ver si las administraciones piensan en nosotras, nos hemos hecho de un camión más, seguimos dando cursos (también da esto para una entrada o dos de este blog), seguimos con las recogidas domiciliarias, que después del confinamiento ha sido un poco locura, seguimos con nuestra trapería, seguimos con nuestros problemas cotidianos, que si la medicación de una, que si los papeles de otro, salimos todas del ERTE, se nos cayó la valla trasera…